[A Manuel Quiroga Losada]
Su ánimo se confundía con el aire de la estancia: denso, oscuro y melancólico.
El inconfundible tacto de la madera de ébano sobre su piel acariciándola. Aquel penetrante olor a barniz de indias que se encaprichaba de él durante horas después de cada actuación. El grácil peso del arco con el que se deleitaba arrancando serpenteantes y huidizas melodías. La tensión de las cuerdas que contrastaba con la curvatura de su mano al deslizarse entre ellas. Ese conjunto de sensaciones lo completaban, conformaban su poesía, su esencia. Se sentía incompleto sin él. Más que su instrumento o su medio de expresión era su compañero inseparable. Recordaba especialmente aquellas tardes furiosas en las que se descargaba con él y juntos observaban cómo los acordes luchaban y sufrían por salir. Se recreaba de igual modo en aquellos otros momentos de ánimo elevado, en los cuales disfrutaban y se divertían juntos creando bellas armonías.
Tocarlo había sido siempre tan natural como respirar; desde su más temprana infancia se convirtió en un juego, puro divertimento. Su familia de tradición textil ajena a esas lindes, lo había apoyado en su sueño: ser un gran violinista. Y lo había logrado. Fue considerado un virtuoso, lo bautizaron «el príncipe del violín», tal era su fama y renombre internacional. Algunos lo veneraban, otros lo envidiaban. En su ciudad natal, Pontevedra, le habían dedicado la calle en la que nació. Una pequeña muestra de cariño y admiración. Quién le iba a decir a su padre que Manolito, como le llamaban cariñosamente, iba a llegar a donde llegó ―¡qué orgulloso estaba de él!
A estas alturas, todo ello le seguía resultando asombroso todavía, pues ni la incertidumbre ni la inseguridad lo habían abandonado durante todo el camino. En su interior, una pregunta lo había perseguido constantemente: ―¿seré bueno? Hoy reflexionaba con la perspectiva de la experiencia y se compadecía de sus temores de juventud.
Todavía invadían su mente lejanas emociones ligadas a sus inolvidables experiencias en aquellos lugares que habían visitado. Desde la pasional acogida de la Habana y el sentir de sus músicos, los nostálgicos y adictivos aplausos bonaerenses, pasando por el clasicismo y perfeccionismo moscovita hasta la cadencia y sofisticación parisina. El conjunto de esos momentos disfrutados y compartidos los había unido si cabe más.
Pero todo se truncó una calurosa noche de junio. Adoraba aquella ciudad Nueva York. Fue un cúmulo de desafortunadas circunstancias las que hicieron que tuviera un nefasto final. Ni aquel conductor ni él pudieron evitarlo. Su brazo nunca volvería a ser el mismo. Se resistió, pero poco a poco fue perdiendo la batalla, como un candil en medio de la tempestad.
¿Qué sería de su vida sin él? Se sentía vacío. Lo había tenido todo y ahora no tenía nada.
Su mente volvía una y otra vez a la imagen del cuadro «el emigrante», de su buen amigo Alfonso. Pensaba en cómo podría sentirse aquel hombre que volvía a su hogar después de tanto tiempo y creía encontrarse igual: un extraño de vuelta a su casa, su tierra, profundamente solo.
Con esos pensamientos en su mente y un pesar que nunca lo abandonaría hasta el final de sus días, Manuel guardaba a su violín con ternura en la maleta. Se despidió con la frágil esperanza de un hasta pronto…

Imagen cortesía del Archivo Emilio Casares | Base de datos de iconografía musical en España (BIME)
iconografiamusical.es
Para saber más de este personaje tan interesante:
https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Quiroga_Losada
Qué bello relato, aunque crudo y doloroso.
No conocía su historia.
Tus palabras parecen acariciarle como dándole cariño.
Muchas gracias! 😉