Disfruto ese momento de la tarde en el que después de una dura jornada laboral puedo sentarme plácidamente en el sofá con una taza de té. En muy contadas ocasiones me distraigo viendo la televisión, aunque sin apreciarla realmente, me acompaña y no me molesta, no pregunta. Prefiero leer, dibujar o simplemente contemplar mi alrededor, me relaja.
Hoy es una excepción, estoy totalmente absorta en una película de suspense psicológico que se está emitiendo en la televisión. Me abduce, quizá porque permite que mi imaginación se ejercite y desahogue en algo banal, algo poco habitual en mis labores profesionales.
Mientras veo el filme me asaltan preguntas sobre el mismo: ¿quién será el causante de tanto caos?, ¿causa endémica?, ¿manipulación de medios?, mi cabeza se entretiene buscando respuestas. De repente, la película se para y me pregunto la razón: —¡había olvidado totalmente que en televisión seguían existiendo las interrupciones publicitarias!—. Realmente son cinco minutos, me convenzo de ello e improviso un plan rápido: prepararé un té, estiraré las piernas, enviaré un par de correos electrónicos y continuaré disfrutando la película, no voy a quedarme sin saber cómo finaliza y sin respuestas.
Me levanto, voy hacia la cocina dispuesta a poner el hervidor, lo hago, cuando de repente siento que vibra el teléfono: un mensaje del trabajo comunicándome problemas informáticos del servidor. Enciendo el ordenador para ver si puedo solucionarlo desde allí. Es un portátil nuevo, enciende rápido, mientras observo la televisión para ver si se ha reanudado la película, parece que sigue igual: con los anuncios publicitarios. De repente, mientras envío los correos electrónicos vuelvo a acordarme del hervidor, lo pongo por segunda vez. Suena de nuevo el teléfono, esta vez una llamada: es mi hermana. Probablemente me llame para contarme otra de las innumerables travesuras de mi sobrino. No contesto a la llamada, después de que acabe la película lo haré, porque suelen ser historias para escuchar con tiempo.
Comienzo a relajarme pero suena la alarma del edificio: —¿Qué ocurre? me pregunto—. Al instante suena el timbre de la puerta de mi piso, abro y es mi vecina del 3H; viene a contarme que no ocurre nada, que no me preocupe. Su nieto que tiene la extraña costumbre de jugar al tenis por los pasillos, le ha propinado un golpe considerable a la boca de incendios y ha hecho soltar la alarma.
En menos de un minuto empezamos a escuchar la alarma del camión de bomberos debe estar aproximándose por la calle. Nos miramos. Le comento que si no me necesita para explicarle a los bomberos y solucionar el malentendido, que me disculpe pues estaba trabajando en algo urgente del trabajo. Me contesta que por supuesto. Aparece el nieto tenista y me pide perdón; en el fondo me da pena, le reprendo estrictamente pero con un cierto tono cariñoso y me despido. En el fondo, estoy intrigada, sigo pensando en los misterios de la película que intentaba ver.
De repente, recuerdo que deben haber pasado 5 minutos ya, corro hacia el salón y veo la pantalla, solo se ve un letrero que dice «continuará». Me siento estafada, en la próxima ocasión no me muevo del sofá.
En vez de una pausa publicitaria parece que hayan pasado diez. A mi espalda escucho el pitido del hervidor por tercera vez, suena como agotado y me da la razón.

«A rally» Sir John Lavery, 1885
Imagen en dominio público, vía Wikipedia Commons
El tenis sobre césped fue inventado por el oficial retirado del ejército británico, el mayor Walter Clopton Wingfield. Lo patentó en 1874 y, en pocos años, se convirtió en uno de los deportes más populares en la Inglaterra victoriana. El primer campeonato de Wimbledon, en Londres, se disputó en 1877.
Un pequeño homenaje a mi vecino, gran promesa del tenis 😉
Sir John Lavery fue pintor irlandés, muy conocido en su época por sus retratos. Sus pinturas se enmarcan dentro del impresionismo y realismo.
Un enlace por si te interesa saber un poco más:
https://www.museodelprado.es/aprende/enciclopedia/voz/lavery-john/054cd6ce-ca26-4786-a91a-33229c0eae22