[A Lucía y su infinita ilusión]
El antiguo invernadero, majestuoso, reposaba exhausto sobre la colina. Cuando éramos pequeños nos entreteníamos imaginándonos qué tipo de animal sería si pudiésemos darle vida. En la mayoría de las ocasiones yo apostaba que sería una tortuga: inamovible, vetusta, imponente y del mismo modo, cándida. Lucía mi amiga inseparable de la infancia, defendía a ultranza que sería una mariquita: elegante, ligera y coqueta. Del resto de amigos no alcanzaba a recordar, quizá porque nunca lograron convencerme.
El espacio era tan diáfano y transparente que por momentos conseguía mimetizarse con su entorno. Su geometría era armónica, suave y etérea, compuesta en su mayor parte por grandes cristales curvados rodeados de suntuosas vigas de hierro forjado. A su alrededor, en la loma, había un manto de hierba fina que exaltaba su protagonismo. En la lejanía, el mar.
Disfrutábamos pasando las tardes en aquel lugar. Contemplar el cielo desde cualquier punto del invernadero se convertía en una auténtica experiencia, sobre todo durante la noche y en aquella época del año en especial: el verano.
En días de fuertes tormentas aguantaba estoicamente. Se convertía en un inquietante enrejado de vidrio e hierro que plantaba cara a la avalancha de rayos de forma quijotesca. Era aterrador pero, al mismo tiempo, excitante. En determinadas ocasiones el estruendo y fuerza de los truenos eran tan ensordecedores que nos impresionaban. El susto permanecía en el cuerpo durante días pero no nos frenaba. En esas jornadas lúgubres, los más osados nos atrevíamos a ir allí a jugar al escondite o a cualquier otro juego que se nos ocurriese.
Caminar por entre aquella selva vegetal bajo la escasa iluminación se convertía en algo totalmente escalofriante. Entonces aparecían esos personajes oscuros, deformes e inmensos que, iluminados débilmente por los escasos rayos que caían a lo lejos, eran sobrecogedores. Cuando jugábamos a las guerras piratas, aquellas plantas por el día verdes y joviales se convertían en esos momentos en verdaderas trincheras. El enemigo debía cruzar aquel infranqueable mar vegetal, oscuro y serpenteante, llegar al buque, conquistar el timón en lo alto de los bancos y tras una lucha encarnizada de azadas y rastrillos, conquistar el barco, conseguir la victoria y con ello el tesoro y la gloria.
En otras ocasiones, cuando la lluvia caía débilmente y alternaba a ratos con el sol, a Lucía y a mí nos encantaba recostarnos sobre las losetas cerámicas del pavimento. Nos aprovechábamos del suelo templado por el sol. Recordaba especialmente esa sensación de calor reconfortante en la espalda. A través del techo veíamos las gotas que avanzaban hacia nosotros pero no nos mojaban, eso nos fascinaba: nos sentíamos protegidas por el caparazón de cristal. En otros momentos disfrutábamos escuchando el repiqueteo de la lluvia contra la cubierta, cerrábamos los ojos y nos perdíamos creando melodías al ritmo de la misma, o nos ayudábamos de las plantas para crear sonidos realmente increíbles.
Pero lo que más nos gustaba, y esperábamos con impaciencia, era la llegada del arcoíris. No sé si alguna vez habéis podido contemplar uno desde dentro un invernadero, pero la experiencia es mágica. Ver cómo ese espectro de luces de colores cruzaba el cristal y se desdoblaba iluminando toda la espesura de diferentes tonalidades verdosas era fascinante. Las plantas parecían cobrar vida, recordándonos a las primeras películas en blanco y negro coloreadas: parecían irreales. En alguna ocasión se nos ocurrió colocar algunos espejos y el efecto se triplicaba. Nos imaginábamos en algún paraje extraterrestre, exótico e insólito. Era muy divertido, aunque de igual modo, demasiado breve.
Por contra, en días de sol, su interior transmitía una quietud tal, que tenías que obligarte a recordar que el tiempo no aminoraba su paso. Ello se acentuaba cuando el sol se despedía furtivamente y de repente aparecía la luna; lo cual implicaba, la inexcusable vuelta a casa. En contadas ocasiones nos quedábamos por la noche, para apreciar el cielo estrellado. Fantaseábamos con las constelaciones: alguna estrella se perdía entre los arbustos, y las otras corrían en su búsqueda sorteando obstáculos y pruebas. Algunos finales eran trágicos, pero en la mayoría la constelación reemprendía su viaje, completa y feliz.
Ese invernadero, lo era todo: batallas, risas, canciones, piratas, extraterrestres, persecuciones estelares… era un pozo de entusiasmo e imaginación.
Hoy no es más que una reminiscencia de nuestra infancia.
En la loma vacía, la hierba pace tranquila ajena a todos esos recuerdos que en su lugar se disfrutaron. Pero vendrán otros, quizás en forma de tortuga, mariquita o colibrí…
La esencia es no permitir que se descuide la ilusión.

«El invernadero» de Léon Spilliaert 1908
Imagen cortesía de artistasycuadros.com
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Este pintor, Léon Spilliaert es poco conocido y a mí en concreto me parece fascinante. Es un pintor belga que se encuadró dentro del expresionismo y del simbolismo, el cual realmente comenzó como un movimiento literario.
Sus obras son realmente hipnóticas, con una base en lo irracional y lo subjetivo. A mí me atrapan, te invito a que bucees un poco sobre ellas.
Hay algo en ellas que me conecta con mi serie de televisión favorita: Twin Peaks.
Si quieres bucear en su vida y obra, te dejo el enlace. Y si quieres comentarme bienvenido sea 🙂
https://es.wikipedia.org/wiki/L%C3%A9on_Spilliaert