[parte I]
«¿Encontrasteis el barco en el mar, rojas las velas, el mástil negro?
A bordo el hombre pálido, el señor del barco, vela sin paz»
[Fragmento de la ópera El holandés errante]
Canturreaba inquieta en voz baja en un esfuerzo por relajarse mientras esperaba. Era una canción popular que su madre había aprendido de los marineros del viejo puerto. Cuando eran pequeños acostumbraba a cantársela acompañada de alguna historia de miedo. A Liduvina y sus hermanos les fascinaba verla. Su madre había sido la mejor actriz del acuario.
Pero ahora sus nervios le ganaban la partida a pesar de los esfuerzos. Esa audición era vital; si conseguía el papel protagonista, su carrera despegaría definitivamente. Sería una de las sopranos más reconocidas de su especie y, quién sabe, quizá del mundo entero, pensaba excitada revolviéndose en su asiento.
Había estudiado con tesón todos los papeles de esa ópera, pero tenía verdadera esperanza de que la aceptaran para representar a Senta que, obsesionada por el Holandés Errante, muere de amor por él. «¡Morir de amor, tan romántico…!», pensó en voz alta sin darse cuenta. Unos ojos tan saltones como penetrantes la miraron desde la butaca de al lado. Fue breve, pues inmediatamente dirigieron su mirada hacia otro punto a su juicio más interesante.
No se amilanó. Conocía sus capacidades, su torrente de voz podía alcanzar los 230 decibelios si se lo proponía, lo cual le había provocado algún que otro percance que prefería olvidar.
Iba a entrar y demostrar de lo que era capaz. Lo formuló con tal intensidad que volvió a girarse cauta hacia su izquierda. La señora Cigarra permanecía ajena a todo, con esa mirada de solemnidad de quién se sabe ganadora.
― Liduvina, adelante ―dijeron en voz alta.
―¡Yo! ―respondió decidida.
Y así fue, como una cachalote, menuda pero decidida, se dirigió camino al éxito.

Imagen en dominio público. Cortesía de Smithsonian American Art Museum
Senta es un personaje de la ópera El holandés errante de Richard Wagner
[parte II]
Liduvina deambulaba sin rumbo por las callejuelas aledañas a la Plaza del Arrecife. Sus diminutas aletas se deslizaban pesarosas por el asfalto. Estaba derrotada. Volvían a echarla del trabajo, y siempre por la misma causa, su estridente voz.
De repente un papel aterrizó frente a ella. Ojeó a su alrededor comprobando de donde venía, pero la calle estaba extrañamente vacía. Parecía un folleto publicitario, se agachó curiosa y lo recogió:
LA IMPORTANCIA DE LA VOZ ¿Quieres saber hasta dónde puede llevarte? Taller de voz y vocalización teórico-práctica Impartido por el famoso ventrílocuo Faustino Altavoz ¡Últimas plazas! Apúntate 012 357 856 016 Rampa Abisal, vivero 7 – Atlantic City |
En el centro del anuncio aparecía la cara del tal Faustino, supuso. Lo observó detenidamente. Era un Lobo Gris cuyos ojos la miraban penetrantemente, parecía dirigirse a ella. «¿Hasta dónde puede llevarme mi voz?» se preguntó, «pues por ahora a ningún sitio…» se lamentó.
Ése era precisamente el motivo por el que la habían despedido de los tres últimos trabajos. En el primero había trabajado en la venta de entradas de un show acuático. La cabina era tan pequeña y tan mal insonorizada que se veía obligada a alzar demasiado la voz para escuchar a los clientes, y después de varios percances el vidrio de la cabina se había roto en diferentes ocasiones. En el segundo probó como tele-operadora en la venta de productos para piscinas, duró muy poco porque los clientes se quejaban continuamente de su tono de voz. Y hasta ese día había trabajado como camarera en un restaurante de comida rápida, el sitio en el que más había durado y se había sentido realmente a gusto. El problema había sido que en determinadas ocasiones cuando cantaba las comandas a la cocina se dejaba llevar, hasta ese día en el que la cocinera se había desmayado, exhausta. Trauma acústico les había dicho el doctor…
«Tengo que aprender a controlar mi voz» se propuso. Estaba desesperada. Volvió a ojear el papel y se decidió. Localizó una cabina de telefonía y marcó los números con determinación. Al primer tono de la línea se arrepintió. Iba a colgar el aparato cuando una vigorosa voz respondió:
―Faustino Altavoz al habla.
―Hola Faustino, me llamo Liduvina. Llamo por tu anuncio del taller que impartes. Tengo problemas para controlar mi voz ―expuso dubitativa.
―Entiendo. Pues has llamado a la persona indicada. Para aprender a controlarla, primero debes aprender sobre la importancia de la misma. Créeme, eso cambiará tu vida.
Liduvina permaneció en silencio unos minutos, intentando analizar todo aquello.
―¿Cuándo empezamos? ―la interrumpió.
―¿Mañana? ―respondió sin pensar.
―De acuerdo Liduvina. Nos vemos mañana. Prepárate para el cambio, no te arrepentirás ―dicho esto colgó el auricular.
Se quedó parada en la cabina, reflexionando sobre lo que acaba de suceder. La inicial incertidumbre se transformó en inesperada ilusión.
«Quién sabe, quizá a partir de mañana comience una nueva vida» recapacitó e ilusionada tomó rumbo a casa.
[parte III] «El día que conocí a Liduvina»
El día que conocí a Liduvina, no lo olvidaré. Es más, aún lo recuerdo perfectamente.
Yo me había apuntado a un taller de Faustino Altavoz, un ventrílocuo famoso y muy bueno en lo suyo: trabajar la voz.
Las primeras sesiones eran individuales. En ellas aprendí la importancia de la voz, el cómo cuidarla, cómo potenciarla… En definitiva, saber controlarla y descubrir hasta dónde puede llevarnos.
El motivo por el que me había apuntado era porque desde la infancia siempre he tenido complejo con mi voz. Tener un tono tan débil como es mi caso, me había traído más de un problema: me sentía con frecuencia ignorada o mal interpretada. A lo largo de los años la frustración aumentó hasta el punto de aislarme cada vez más en mi cómoda burbuja.
Aquel taller era una esperanza y estaba resultando todo un descubrimiento a medida que avanzaba. Las últimas dos sesiones eran grupales. En ellas conocí al resto de compañeros, entre ellos a Liduvina. Una cachalote menuda, cuya tímida sonrisa me ganó nada más verla. Desde el primer momento nos entendimos y ayudamos entre nosotras a la perfección. Bromeábamos sobre nuestros problemas con la voz, cuestión que nos había unido. «Unas por mucho, otras por poco…» nos decíamos con frecuencia.
En ese curso aprendí a potenciar mi voz, a no callarme, a hacerme oír. Perder ese miedo fue liberador. Faustino nos dijo que debíamos realizar una declaración de rendimiento y propósito. La mía fue estudiar periodismo y dedicar mi vida a poner voz a aquellos que no tienen. Liduvina aprendió a dominar la suya y a potenciarla según el enfoque. Su propósito fue apuntarse a clase de canto y dedicar su vida a ello.
Diez años más tarde vuelvo al periódico en el que comencé mi andadura periodística para este pequeño homenaje. Ella se ha convertido en una cantante de ópera más que reconocida, de la que he escrito múltiples crónicas de sus éxitos. Yo me dedico a recorrer el mundo con mi cámara poniendo voz a otros que no pueden o no tiene la posibilidad.
Convertimos nuestras debilidades en fortalezas y herramientas para el éxito personal.
Estas humildes líneas pretenden ser inspiración para las nuevas generaciones.
Vosotros también podéis.
No ignoréis a vuestra voz interior, permitid que sea vuestro timonel ante el oleaje.
Atalaya Babor, para «La cotorra de Atlantic City»
[parte IV] «La pecera»
Escuchaba absorto como la lluvia estallaba rabiosa contra el cristal mientras observaba el horizonte. El chubasco era copioso en exceso, resultaba difícil distinguir donde finalizaba el mar y donde la lluvia, parecían ser uno. Al fin y al cabo eran origen y final, pensaba Faustino mientras se giraba y comenzaba a recorrer la estancia, examinándola.
Comprobaba mentalmente que todo estuviese listo para el primer día del taller. Ese lugar transmitía paz, le había costado encontrarlo y reformarlo, pero con mucho esfuerzo lo había conseguido. Lo observó con satisfacción: era un bajo de la zona portuaria, del cual tres cuartas partes se adentraban en el agua hasta el metro de altura aproximadamente. Pese a las contrariedades, había puesto especial empeño en que un gran porcentaje se contruyese íntegramente en vidrio. Concebía el taller como una pecera gigante que aislase y protegiese a partes iguales. Y lo consiguió. Se sentía especialmente orgulloso de ello «ex nihilo nihil fit»[1] dijo en voz baja, cita que se había apropiado y utilizaba en todos sus seminarios.
Alineó las sillas cual tablero de ajedrez y repasó por última vez el listado de asistentes, nombre por nombre. Atalaya, sí aquella humana con el típico complejo de voz recordó. Liduvina, de la que no sabía nada, solo aquella extraña llamada ¿qué problema traería? Casi todos solían arrastrar un buen lastre de dudas y miedos que él conseguía solucionar. Era muy bueno, afirmó burlando a su inexistente modestia.
Siguió con la lista. Leyó varios nombres que no le decían absolutamente nada, hasta que se paró en seco, alarmado. «¿Matilde? No, no puede ser» se dijo. Volvió a comprobar los datos del formulario con la esperanza de haberse confundido pero para su desdicha no había duda. Efectivamente era ella, una cigarra aspirante a soprano y demasiado pagada de sí misma que se apuntaba a todo lo que Faustino organizaba. ¡Un verdadero dolor de colmillos! Con suerte se cansaría en un par de sesiones y no volvería.
Sonó el timbre liberándolo bruscamente de sus pensamientos. Anunciaba la llegada de los asistentes más madrugadores.
«Arriba el telón…» dijo en voz alta atusándose el pelaje con gesto teatral y dirigiéndose a la puerta.
[1] «Nada surge de la nada» [Parménides, 500 a.C]
[parte V] «Maremágnum»
En una imaginaria batalla entre el agotamiento y el raciocinio, sabía que el primero ganaría la batalla contra todo pronóstico. Aquel turno se le estaba antojando excesivamente largo. Disimulando se irguió en el taburete, pero en el proceso tiró una pila de folletos, esparciéndose éstos por dentro y fuera de la cabina.
Observó a su alrededor confiando en que nadie hubiese reparado en ello. Era imposible pues su torpeza era inversamente proporcional a su diminuta altura. Al fondo del vestíbulo atisbó una manada de jurelillos que se habían fijado en su proeza mientras jugaban a las pompas. Podía ver cómo se reían de ella hinchando sus irrisorias ventrescas. Al otro lado, una pareja de dálmatas interrumpió su paseo y la observaban compadeciéndola.
Sintió un calor incipiente que provenía de alguna parte de su cuerpo. Sus escamas no podían ser de un color más morado, color que no le disgustaba por cierto. Recordaba la de veces que había intentado sin éxito conseguirlo con colorete para alguna que otra cita. Rápidamente recogió los folletos y se refugió dentro de la cabina.
Su breve tranquilidad fue interrumpida por un cliente:
―Por favor, una entrada para el Show de las Sirenas de las 18:45 ―dijo una pequeña comadreja revisando el programa que sostenía entre sus extremidades. Su tono de voz era extrañamente bajo.
Liduvina, se alarmó. Todavía podía recordar una escena de su primer día con un par de jirafas, que por suerte había conseguido resolver a través de gestos.
―Disculpe no le he escuchado bien. ¿Sería tan amable de repetir?
En respuesta, una mirada totalmente reprobatoria. A pesar de su tamaño aquella comadreja conseguía intimidarla.
―Show de las Sirenas, 18:45 ―respondió ofendida y con un tono irritantemente bajo.
Sintió el calor, ascendía por su espalda. «Paciencia», se dijo.
―De verdad, perdóneme esta cabina está tan bien insonorizada que no le escucho.
La comadreja inclinó sus lentes y la miró por encima de ellas, altiva y arrogante.
―Sirenas, 18:45 ―contestó sin inmutarse.
Sentía hervir sus aletas. Aguantó la respiración durante unos minutos como su madre le enseñó. Pero la desesperación ganó la batalla y liberó su pulmón gritando:
―¡Qué no le escucho! ¡Puede dejar de hablar a medio hocico y decirme qué quiere! ¡Por favooor!
Se había arrepentido antes de terminar de decirlo. Una vez más, había perdido el control y sabía lo que conllevaba. Salió de la cabina previendo el resultado. La comadreja se alejó con desconfianza.
Comenzó con pequeñas explosiones a través del cristal, pero creció gradualmente hasta que la totalidad de la cabina se resquebrajase por el suelo. En pocos minutos el vidrio disperso y mezclado con los folletos acampaba por el amplio vestíbulo.
Sentía todas las miradas clavadas en ella. El fuego se había apaciguado pero el sonrojo se negaba a irse, permaneciendo en todas y cada una de sus escamas.
Su jefe, un león marino con adicción a los arenques, apareció alarmado:
―Pero Liduvina, ¿otra vez?
Las palabras no querían salir. Incapaz de responder, solo pensaba: «¡Agua trágame…!»

«Mermaids» (Sirenas) de Gustav Klimt, 1899
Imagen en dominio público. Cortesía de klimtgallery.org