[A Silvia]
El corsé apretaba demasiado.
Maldijo entre dientes el día que decidió que su maltrecho cuerpo podría entrar en aquel vestido cuatro tallas menor. Tan precioso y etéreo en aquel fino maniquí. «Con un ajustillo podría servirle…» había dicho la dependienta, probada experta en fenómenos paranormales.
«¡Ay!» se lamentó. Le gustaba provocar, en este caso a las leyes de la física.
Se inclinó un poco hacia su derecha intentando entender a aquel señor cuya corbata era más larga que su vestido. ¿Si conocía a…? ¡Por dios! ¿A quién le importaba en este momento? No podía respirar…
Suspiró. No profundamente, no quería tentar al destino y al gremio de los costureros.
Su vida estaba repleta de malas decisiones y una adicción atroz a los pastelitos de moras. ¿Quién los había inventando? ¡Un Nobel a la dulzura ya!
¡Odiaba las bodas! ¿Quién narices las había inventado? A ése la perpetua… ¿Por qué vestirse así? Su cuerpo no estaba hecho para esas indumentarias que emiten extraños sonidos al andar, le esperaba un destino infinitamente mejor…
Un segundo intento de suspiro mientras su vecino de mesa continuaba el insulso parloteo. Lo miró fingiendo sutil interés mientras reflexionaba. A ver, conocía a Inma, la novia, de aquel club de repostería que habían hecho meses antes. Aquello demostraba lo fundamental de su presencia. ¿Y el novio? ¿Cómo se llamaba? Se le había olvidado…
La presión de su estómago comenzaba a expandirse hasta sus neuronas. Era un hecho, no podía razonar con coherencia.
De repente ocurrió. Fue a cámara lenta como en las películas. Llamaron a todas las mujeres en edad de merecer. ¿Se supone que después de cierta edad ya no te merecías nada? Se levantó indignadísima.
Un tercer y simulado suspiro.
Tragó de un certero golpe, la primera copa de vino que vio. Se dirigió en apariencia al centro del salón para el ansiado momento del ramo. Era alérgica al polen, así que escabulló hacia el baño pero un ente tropezó en su cabeza, deshaciendo su extravagante peinado y cayendo a sus pies. Lo miró con estupefacción. No era un manojo de madreselvas y magnolias, era un inmenso ramo de estornudos. Alguien se lo dio y finalmente sucedió.
Estornudó.
Después, la hecatombe.
Sintió como si la desgarrasen por fuera, literalmente hablando. El aire entraba en canal por su espalda refrescándola.
Corriendo al baño entró cuál exhalación. Se sentía como la ganadora de un exigente maratón llegando a meta y agitando sus extremidades exhausta. Una vez dentro se liberó. Inmediatamente abrió su bolso tamaño equipaje de cabina, del que extrajo un comodísimo vestido playero.
Salió. Dispuesta a salir también del edificio, no sin antes pasar por la mesa del postre y llevarse una porción del pastel. Tenía moras…
Se acostó en el jardín, tumbó su cabeza sobre la hierba y miró al cielo.
¡Liberación!
¡Fuera gramíneas!
¡Fuera corsés!
¡Fuera estupidez!
Desde luego con lo sencillo que era ser feliz, pensaba mientras giraba su cabeza hacia el plato que reposaba en la hierba, impaciente por ser deleitado…

«Dos mujeres corriendo por la playa. La carrera» Pablo Picasso, 1922. Musée National Picasso
Imagen vía Musée National Picasso, París
videomuseum.fr | navigart.fr/picassoparis/artworks
Se supone que las dos mujeres de este cuadro no corren, si no que están bailando. La mujer de Picasso en ese época, Olga Khokhlova, era una bailarina que pertenecía al ballet ruso de Serge de Diaghilev, lo cual nos da una pista 😉 Y realmente no son dos mujeres, si no dos ménades (las «fans» de los dioses Dionisio y Baco).
Cuando pude ver este cuadro en persona, me transmitió una gran sensación de libertad y de optimismo, a pesar de lo pequeño de su tamaño, impresiona (es muy pequeño, tamaño doble folio aproximadamente). Y a ti?
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Oh, muchísimas gracias por tus palabras! 😉