[A Carlos]
Relato publicado en la antología «Un viaje a la India desde el corazón. Fundación Vicente Ferrer»
Editorial Vive Libro | ISBN 8417392882
La más absoluta quietud acampaba a sus anchas por todos los rincones del vetusto edificio, una antigua fábrica de salazón reconvertida en residencia juvenil. El inmueble destacaba de entre las construcciones adyacentes como un grotesco personaje decorado con llamativos y variados colores en sintonía con la esencia de sus habitantes.
En su interior, el silencio permanecía inmutable soñando al igual que sus huéspedes. Un agudo e indolente crujido proveniente del piso inferior osó rasgar la calma «críiuuu…», como una sutil queja de los ajados muros ante el cansancio o quizá los años; el cual pasó inadvertido a todos los seres que allí habitaban, o a casi todos…
Fermín se despertó agitado. Inquietos sueños le habían hecho compañía durante la interminable noche; grandes y fantasmales criaturas lo perseguían incesantes para arrebatarle su receta secreta. Su piel todavía erizada recordaba la angustia, pero también la satisfacción de haber conseguido huir.
Desperezó su pequeño cuerpo y se dirigió presuroso al piso inferior, ansioso por comprobar el estado de su última gran creación culinaria. Esperaba impaciente el concurso de repostería creativa que había sido convocado dos meses antes. Si lo ganaba podría conseguir una beca para asistir a la mejor gastro-escuela del país y con ello llegar a ser un chef de reconocido prestigio, su anhelo desde la infancia. Se había criado entre fogones, para él cocinar, combinar, crear… era tan natural como respirar. No concebía su futuro sin ello.
Somnoliento y perdido entre sus sueños entró a la cocina. Despertó de golpe al descubrir con estupor que los deliciosos pastelillos de ruibarbo preparados con tanto esmero y dedicación, no estaban en el mostrador de la ventana dónde con delicadeza los había dejado reposar la noche anterior. En su lugar un conjunto de desvalidas migajas reposaban sobre la blonda, ajenas al turbador delito.
Examinó la estancia, escudriñando todos los recovecos en la búsqueda de alguna pista que le ayudase a encontrar al culpable de aquella afrenta. «¿Quién habrá sido el ladrón?» se preguntaba consternado. Comenzó a analizar y descartar a partes iguales. Sabía que Sabela, su mejor amiga y compañera de la asignatura de nutrición no había sido, pues odiaba el ruibarbo. Quizá Gustavo, su ex-compañero de habitación y gran rival, tal vez fuese él a sabiendas de que Fermín podría ganar el premio como mejor chef de la escuela. Del resto de compañeros no sabía qué opinar, permanecería alerta ante cualquier indicio de sospecha…
Decidió hacer guardia tras el portón de la despensa durante la siguiente noche para descubrir al goloso saqueador de pastelillos. Todavía faltaban un par de días para la gran final, por lo que confiaba resolver el enigma a tiempo y poder presentar su postre al jurado.
Horas más tarde permanecía acurrucado y vigilante en el interior de la alacena. Gracias a sus diminutas dimensiones pasaba desapercibido a cualquiera que pudiese acercarse a sus pasteles, primorosamente colocados en la repisa del ventanal, los cuales se veían completamente irresistibles iluminados por la luz de luna.
El tiempo transcurría. Tic-Tac. Las dos, las tres, las cuatro… las horas avanzaban sigilosas al igual que su sueño. Sus extremidades se iban adormeciendo paulatinamente y sus párpados jugueteaban a las escondidas hasta que, de repente, escuchó un ruido y se desveló bruscamente.
Rápidamente ojeó a través de la rendija del portón, y observó como Gustavo entraba en la cocina y se quedaba mirando fijamente los pastelillos. «Ajá, ya te tengo» pensó triunfante. Esperaba diligente a pillarlo con las manos literalmente en la masa y comprobar sus sospechas, pero en vez de eso Gustavo cogió un vaso, lo rellenó de agua y se fue de la cocina dejando a Fermín tan desolado como extrañado. «Seguro que me ha visto y por eso no ha hecho nada» dedujo al tiempo que decidió no abandonar la guardia por si su compañero se decidía a intentarlo de nuevo.
Dormía plácidamente en la despensa mientras los minutos avanzaban hasta que otro ruido volvió a sobresaltarlo. Alarmado, fijó de nuevo su vista en el objetivo. Observó extrañado como la estancia se iluminaba por completo para a continuación ver como la luna ataviada con un antifaz negro se colaba por la ventana y se comía un pastelillo. Veía cómo se relamía glotona mientras se zambullía en el plato a por más. Primero un mordisco, y después otro, y otro… hasta no dejar ni las migajas.
El tiempo pareció detenerse mientras contemplaba la escena totalmente embelesado e incrédulo. Al cabo de un breve instante la luna ratera se escabulló veloz, dejando momentáneamente la cocina en la más absoluta penumbra.
Incapaz de cerrar su minúscula boca ante el asombro y la magia que por veces la realidad le mostraba pensaba «nadie me va a creer si lo cuento».
Al cabo de un instante observando el plato vacío se levantó. Estaba decidido a preparar de nuevo sus pastelillos. Uno a uno, fue reuniendo todos los ingredientes encima del mostrador y los colocó en forma de media luna en torno al cuenco. Comenzó a añadir y mezclarlos con la misma dulzura y mimo con los que su abuela le había inculcado desde su más tierna edad. El principal ingrediente era el cariño, como ella solía decirle.
La débil luz que apenas se filtraba a través del ventanal iluminó la esperanzadora sonrisa que inundaba su cara «ya sé cómo voy a llamarlos: ¡Bocaditos de Luna!» pensó.

«Primera imagen conocida de la luna» daguerrotipo realizado por John W. Draper, el 26 de marzo de 1840 desde el observatorio de la Universidad de Nueva York
Imagen en dominio público, vía Wikipedia Commons